Las
primeras lluvias del otoño humedecieron la tierra de una pequeña población
andaluza conocida como El Saucejo. Los hombres se reunían en la cantina que
presidía la plaza del Ayuntamiento, y dedicaban su poco valioso tiempo bebiendo
aguachirre y arpiste. Jugaban con sus cartas, roídas y envejecidas por el paso
del tiempo, apostando hasta su última moneda, para acabar completamente
borrachos y sin un centavo en sus bolsillos. La vida adulta era demasiado
difícil de asimilar, con su olor a incienso y represión.
El
atardecer siempre desprendía una brisa de anhelo y melancolía en esta tierra
andaluza. Pocos nacimientos se daban en ese momento del día, era como si el
tiempo se congelara por un instante, donde lo bello y lo horrible se apareaban
en un ritual divino y satánico. Se rumoreaba que una pequeña criatura había
nacido durante el ocaso, una niña tan hermosa que era víctima de las más
crueles envidias. Su madre murió durante el alumbramiento y el padre trabajaba
como encargado en unos de los cortijos de la zona. A los tres años de su
existencia, su padre se reunió con su amada. Según dicen, la pena se apoderó de
su alma.
El
dueño del cortijo, Don José, era un hombre amable, respetuoso y culto para la
época. Su herencia fue recibir esa enorme casa, su maldición quedarse en ella.
Tuvo que renunciar a su sueño de viajar por el mundo y dedicarse a la
astronomía, enfrentándose diariamente a las opiniones de la gente: Don
Lunático! le decían. Escúcheme, hay que estar loco para pensar que es más
interesante el universo que la tierra! Dedícate a lo terrenal y deja eso para
Dios!
Su buen
carácter era determinante para superar esos amargos momentos, suspiraba
profundamente y después de cinco minutos cabizbajos, levantaba la cabeza
mientras sus ojos se dirigían melancólicamente al cielo crepuscular.
La
pequeña recibió una buena educación dentro de los límites de pobreza de
aquellos días, creció escuchando tímidamente las historias increíbles que
narraba Don José durante las largas noches de verano. Sus palabras se
embriagaban con el perfume que desprendían la gran variedad de flores que
decoraban el patio del cortijo. Le inculcó el amor por las artes y la música.
Le fascinaba sobre todo los relatos mitológicos, su simbolismo le cautivaba y
le transportaba a un lugar lejano pero a la vez familiar.
Se
convirtió en una mujer con fuerte carácter y personalidad, aparentemente
atrevida pero profundamente melancólica y enfermiza. Su espíritu era rebelde
pero la soledad de la rutina hacía de ella un muñeco fácil de romper, un
corazón poblado de heridas que nunca cicatrizarían.
Era muy
hermosa, su pelo largo y negro azabache y sus grandes ojos marrón chocolate
eran la envidia de muchas jóvenes. Sin embargo, desprendía una melancólica
tristeza que provocaba el desinterés de los hombres y el rechazo de las
mujeres.
Uno de
los momentos más difíciles fue la muerte de Don José, con él se fueron los
relatos de verano, la fantasía (tan necesaria en ese ambiente tan beato y
gris), la mitología, la historia, la literatura, la música, el arte…etc.
Don
José no tuvo descendencia sanguínea, pero crió a esa niña, convertida ya en
toda una mujer, como si fuera su propia hija. Ahora ella era la dueña y señora
del cortijo, pero la pena era tan grande que su capacidad de acción se mermaba
por segundos. Las ausencias de todas aquellas personas que la habían querido,
tan presentes en su corta vida, eran difíciles o mejor dicho imposibles de
ignorar y substituir.
Ella
necesitaba con urgencia hallar su lugar, encontrar su paz interior y no dejarse
vencer por la tristeza y el sufrimiento. Durante meses se dedicó exclusivamente
a la meditación, meditaba en los insultos, los rechazos y en las ingratitudes
que sufría diariamente. Recopiló el suficiente valor y fuerza para imponerse a
su actual situación y dedicó mucho tiempo y esfuerzo en la construcción de una
gran cúpula, que fue decorada con pinturas que representaban y conmemoraban
todas aquellas fantásticas historias que la habían acompañado. De esta forma,
la memoria de Don José y de sus progenitores permanecería para siempre.
Había
encontrado su refugio, ya no deseaba pertenecer al exterior, ese que nunca la
quiso y nunca le ofreció una oportunidad, el que señalaba maliciosamente, el
gran inquisidor. Quizás pueda verse como un acto excesivamente romántico y
poético de la realidad pero no para aquellos que puedan entender este
quebranto. Sus aspiraciones sociales se habían reducido a cenizas, el
entretenimiento social eran restos de carroña y la decadencia de los valores
era demasiado doloroso de tolerar. Es en este punto exacto, cuando la cordura
se balancea y se dirige vertiginosamente a la locura, cuando la mirada
desafiante y altiva, propias de la juventud, da paso a una mirada cada vez más
cabizbaja, eternamente pensativa y enfermizamente melancólica.
Porque
las flores que habían habitado durante tanto tiempo en el patio del cortijo, se
fueron sin previo aviso y, en su lugar, una gran madeja de hierbas salvajes se
establecieron de forma permanente y caótica sobre las paredes y el suelo,
enmascarando la auténtica belleza que un día nos reinó.
©
Retina Blues
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